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Ep 4 - Ganar altura en Puebla
En el estado de Puebla, tengo la intención de ganar altura y sumergirme en la naturaleza. Rumbo a Cholula, una pequeña ciudad artística, moderna y colorida. Luego inicio el ascenso hacia la cima de La Malinche, a 4.420 metros de altitud. Por último, exploro Cuetzalan, un pueblo colonial, donde asistiré a la danza de los voladores.
I. Retumban detonaciones
Los kilómetros que separan Ciudad de México de Puebla se devoran por carreteras destrozadas. Hay que decir que el chofer del autobús no se esfuerza demasiado por esquivar los baches. Confía más bien en la flexibilidad de los amortiguadores y en la firmeza de nuestros traseros. Un paisaje árido desfila tras las ventanillas. El ruido del motor resuena en el interior del vehículo mientras el olor a gasolina invade mis fosas nasales. Disfruto de los placeres de la segunda clase en su justa medida.
Apenas llego, pongo rumbo a Cholula, una ciudad pegada a Puebla, para conocer a Efraín. Este estudiante mexicano de 24 años me ofrece generosamente una habitación en una enorme casa compartida donde conviven varias nacionalidades. Definitivamente, Couchsurfing siempre depara sorpresas. El concepto de la plataforma es simple: se completa un perfil, como en Facebook, y luego se solicita hospedaje con locales o simplemente se queda para conocerlos. A diferencia de Airbnb, no hay intercambio de dinero. Todo se basa en la confianza. La idea es compartir un buen momento y construir anécdotas de viaje.
© Carlos Aranda
Cae la noche, es hora de cenar. En la cocina, la televisión está encendida. Desfilan las noticias nacionales: ajustes de cuentas entre cárteles de la droga, una nueva ola de feminicidios, problemas de corrupción… nada muy alentador, en resumen.
A lo lejos, en la calle, escucho una detonación, seguida de una segunda. Miro a Efraín con gesto interrogativo. ¿Los disparos afuera? Ahhhhh, seguro otra vez los narcos tirándose entre ellos — dice mirándome, antes de esbozar una sonrisa maliciosa. Esa sonrisa lo delata: Efraín se está burlando de mí. Los “disparos” son en realidad una costumbre de esta ciudad famosa por sus innumerables iglesias. Detonaciones diarias en honor a los santos. No hay campanas resonando en el cielo, solo petardos.
Cholula, o cómo poner una iglesia sobre una pirámide
¿Qué decir de Cholula? Una pequeña ciudad artística, moderna y colorida. Recorro sus calles de arriba abajo tomando como punto de referencia la plaza central, el famoso Zócalo que se encuentra en casi todo México. Me pierdo entre las mil y una sabores de los mercados, ya sean al aire libre o en enormes naves. Hay para todos los gustos: pescado fresco (o eso creo), carne asada, verduras variadas y dulces sin límite. Noto que en Cholula los edificios no superan los dos pisos. Todo está pensado para que el monumento principal siga siendo visible desde cualquier punto: la Gran Pirámide de Cholula, coronada por la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios.
Esta pirámide hace honor a su nombre: ante mí se alza el monumento más grande del mundo construido por el ser humano. Un vistazo a sus dimensiones: una base de 16.000 metros cuadrados, el equivalente a nueve piscinas olímpicas. En comparación, la pirámide de Guiza, en Egipto, es cuatro veces más pequeña que la de Cholula.
Esta “montaña artificial” está incrustada en la llanura. Por eso, resulta difícil tomar conciencia de su tamaño sin observar la maqueta del sitio. Los constructores habrían tardado, más o menos, mil años en completar la estructura. Cinco siglos después, los conquistadores católicos llegaron pensando: «¡Qué bonito! ¿Y si ponemos una iglesia arriba para afianzar nuestra autoridad?». Moraleja: el ser humano siempre quiere elevarse hacia los cielos. La mayoría de las veces, borrando lo que le hace sombra.
© Victor Moran
II. La mirada puesta en La Malinche
Tres días después de mi llegada, empiezo a dar vueltas en círculo. ¿Subir una cumbre de más de 4.000 metros de altitud? ¿Por qué no? ¿Con tres mexicanos de mi edad? Aún mejor. Una francesa que estudió en Puebla me dio el contacto de uno de sus amigos, Omar. Intercambiamos algunos mensajes, la conexión fue inmediata. Fijamos una fecha y listo.
Primer cuatro mil para mí. Hago algunas investigaciones para evitar inconvenientes. ¿Mal de altura? Tomarse unos días para aclimatarse, beber agua con regularidad, caminar a su propio ritmo y prever una buena noche de sueño la víspera. Marco las tres primeras casillas, no la última.
¿Un problema con la habitación que me presta Efraín? Sí y no. Decidí cambiar de lugar la víspera de la caminata. ¿La razón? La habitación está junto a la sala donde se celebra, durante toda la noche, el cumpleaños de una estudiante escandinava. Tema noche en vela.
Sin pensarlo dos veces, contacto a otra persona en Couchsurfing que puede hospedarme en la ciudad de Puebla. Bingo. Agradezco a Efraín por su hospitalidad explicándole la situación. Incluso me ofrece otra habitación, más alejada de la sala. Pero mi decisión ya está tomada: rechazo con educación, tengo ganas de seguir adelante y descubrir un nuevo lugar.
Llego entonces a Puebla. Conozco a Arturo y a Pepe. El primero es biólogo; el segundo, un emprendedor que quiere reducir la contaminación del agua. Aún no lo sé, pero este encuentro será el punto de partida de un reportaje.
Doy una rápida vuelta por el departamento y noto que no hay cama para los invitados. Sí, ese es también el encanto de Couchsurfing: a veces se duerme directamente en el suelo, sobre un colchón más o menos grueso. Pero la calidez de su bienvenida hace que olvide rápido ese detalle. Pasamos parte de la noche comiendo tacos caseros, arreglando el mundo y lanzándonos bromas. Aunque la noche es corta, con un amanecer temprano, estoy a tope, emocionado por subir una cumbre simbólica: La Malinche.
Hay que saber que Puebla está situada a 2.160 metros de altitud. La ciudad está rodeada por tres volcanes: el Popocatépetl (siempre activo, 5.426 m), el Iztaccíhuatl (5.215 m) y La Malinche (4.420 m). El primero está fuertemente desaconsejado —o incluso prohibido— debido a las erupciones y a la columna de humo blanco que emana del cráter. Tranquilizador. El segundo es posible, pero requiere equipo de alpinismo con casco y crampones. Así que, de forma natural, elegimos subir La Malinche.
Su historia, además, es particular. En origen, La Malinche fue una mujer indígena, esclava de los mayas antes de ser ofrecida a los conquistadores españoles a comienzos del siglo XVI. Se convirtió en la amante de Hernán Cortés, jefe de la primera expedición en México. Su amante, pero también su intérprete y consejera para conquistar este vasto territorio. Mejor no hacerla enojar.
Hoy es considerada por algunos como un símbolo de traición; por otros, como una víctima consentida; o incluso como la madre simbólica del pueblo mexicano moderno, junto a la Virgen de Guadalupe. En cualquier caso, una montaña lleva su nombre, y eso no es poca cosa.
Rumbo a la cima de La Malinche
Tras poco más de una hora de carretera, el inicio de la caminata se sitúa a 3.100 metros de altitud. Si Omar está acostumbrado a caminar, sus dos amigos tienen más dificultades. Para alcanzar la cima necesitaremos unas tres horas y media. Por mi parte, la subida transcurre sin contratiempos. Mi cuerpo esbelto y mi condición física me permiten abrir camino. Evitamos hablar demasiado para gestionar la respiración; habrá tiempo en las pausas, en la cima o durante el descenso.
La aproximación se realiza en un bosque de árboles que se elevan varios metros. El aire es fresco; pantalón largo y chaqueta no sobran para empezar la ascensión. El sendero es empinado, no se molesta en serpentear. El calentamiento es ideal. Una vez desaparecida la sombra de los árboles, la cima aparece ante nosotros. Cruzamos campos de hierba alta. Me cambio: un short me dará mayor libertad de movimiento. Luego, toca terminar sobre un terreno de rocas inestables para alcanzar la cumbre.
Esta caminata me recuerda a otra en los Alpes de Alta Provenza: el Estrop. Aunque la cumbre es menos alta (2.961 m), el desnivel y la fisonomía del recorrido son similares. En cualquier caso, esta caminata me hace bien. Mejor aún: me despeja la mente. Una vez los cuatro en la cima, llega ese placer compartido: —No mames, güey, ¡aquí llegamos!
Inmortalizamos el momento con una foto de los cuatro sosteniendo la bandera mexicana. Mágico. Antes de partir rumbo a Cuetzalan, primero hay que bajar por las rocas resbaladizas de La Malinche. No todos adoptan la misma estrategia. ¿Bajar sentados, corriendo o rodando? Cabe señalar que la segunda opción probablemente termine en la tercera.
III. Cuetzalan, suspendida de un tronco de árbol
De regreso de La Malinche, decido pasar dos días en Cuetzalan, un pequeño pueblo colonial perdido en la naturaleza, a tres horas de carretera desde Puebla. Confío plenamente en Arturo y Pepe, mis dos anfitriones encontrados gracias a Couchsurfing.
Les dejo mi mochila y llevo solo lo esencial para 48 horas. En el camino aparece una espesa niebla. Imposible distinguir el horizonte; dejo espacio a la imaginación. Cuetzalan es una joya perdida en el campo. No brilla de inmediato, pero uno se encariña rápidamente con ella.
Elijo venir un domingo, porque ese día el pueblo se llena, especialmente a lo largo de la calle Carlos García, donde los numerosos puestos se apiñan unos contra otros. ¡Bienvenidos al mercado indígena!
Se encuentra artesanía, frutas, verduras, café molido al momento, chocolate y vestidos tradicionales. Se venden pasteles por el equivalente a cinco centavos. También se puede probar maíz bañado en mayonesa y especias. Solo de pensarlo, ya se me hace agua la boca.
Aquí los olores se expanden y se mezclan. La calle está abarrotada, avanzamos lentamente. Tengo la sensación de ser el único occidental. No escucho ni una sola vez inglés o francés. Si el lugar es conocido entre los mexicanos, no figura realmente en los catálogos turísticos. Mejor así: la inmersión es total.
Cascadas y comunidades indígenas
Tengo alojamiento para la noche. Contacté a Erica por Couchsurfing. Embarazada de varios meses, no puede recibirme en su casa, pero me propone una cabaña a dos pasos del centro. Normalmente la alquila, pero en este momento no está en uso. Solo me pide cubrir los gastos de limpieza; ahorro el equivalente a unos quince euros, que gastaré en regalos. Astuta.
Disfruto el hecho de dormir en una cama cómoda. A la mañana siguiente, me doy cuenta de que pasé la noche con una enorme mariposa negra. Ella también debía necesitar descanso.
Erica me propone dar un pequeño paseo con ella y su perro hasta una cascada. Me cuenta que es originaria de la capital y que decidió mudarse a Cuetzalan con su compañero para convertirse en guía turística. La región está llena de maravillas; se necesitan varios días para descubrir todos estos tesoros escondidos. Le creo cuando llegamos al pie de la cascada. Me explica que Cuetzalan es conocida por sus numerosas comunidades indígenas, más de 300 según ella. Eso significa tantas lenguas, costumbres y vestimentas diferentes. Aquí la riqueza no es necesariamente monetaria, sino profundamente simbólica.
La danza de los voladores, un espectáculo inolvidable
En la plaza central de Cuetzalan, junto a la iglesia, se alza un largo tronco de árbol, con tablones fijados para alcanzar la cima, donde cuatro pequeños troncos forman un cuadrado.
Después de visitar el mercado indígena, noto una creciente agitación alrededor de la plaza. Me instalo junto al muro de la iglesia, siguiendo con la mirada a cinco hombres vestidos con trajes tradicionales y cuerdas sobre los hombros. Sin mirar al suelo, suben, por ahora sin ningún tipo de seguridad. Contengo la respiración: a esa altura, una caída sería fatal.
Una vez arriba, los cinco hombres se atan las cuerdas a la cintura o a los pies. Cada uno ocupa una esquina del cuadrado; uno de ellos se sitúa en el centro. Lo escucho recitar palabras en una lengua que no conozco, luego utiliza instrumentos —entre ellos una flauta— para crear un ritmo teatral. El espectáculo puede comenzar.
Cuatro hombres se lanzan al vacío. No caen: giran, con la cabeza hacia abajo y los brazos abiertos como Cristo. Es difícil ver sus rostros, pero no parecen infelices suspendidos en el aire. El cuadrado en la cima gira para acompañarlos. Cada uno dará trece vueltas.
Este número no es casual: sumados, hacen 52. Un número sagrado en esta tradición. Cincuenta y dos, como los años que deben transcurrir antes del inicio de un nuevo ciclo en la Tierra según sus creencias. Frente al miedo al fin del mundo, este rito permite una transición exitosa hacia lo desconocido.
Erica me explica que existen varios troncos similares en las plazas de los pueblos vecinos. Varían en tamaño. Cada año, hacia el mes de septiembre, los habitantes reemplazan estos troncos buscando sus sucesores en el bosque, siempre más altos y majestuosos si es posible.
Se organizan rituales, cantos y oraciones alrededor del árbol elegido. Luego hay que trasladarlo hasta la plaza del pueblo, a mano limpia, únicamente con la fuerza y la voluntad humanas. Erica me dice que algunos pierden la vida, exhaustos por el esfuerzo. No sé si la historia está deliberadamente exagerada, pero ha sabido encontrar las palabras para atraparme. Sueño con volver a Cuetzalan para realizar un reportaje completo sobre esta tradición ancestral.
Sébastien Roux
Photo de couverture © Sergio Saúl Bonilla Luna