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Ep 2 - De Puerto Plata a Punta Rucia
Desde Cabarete, trazo un primer eje hacia el oeste en dirección a Haití. Me habría gustado cruzar la frontera, pero la situación del país me lleva a quedarme en la República Dominicana. Tengo previsto subir a las alturas de Puerto Plata antes de probar algunas actividades turísticas. Luego saldré de los caminos trillados bordeando la costa que conduce a varias playas paradisíacas hasta Punta Rucia.
Realizo un trayecto de aproximadamente una hora que une Encuentro con Cupey. El tráfico es fluido cuando dejo la carretera principal para iniciar el ascenso hacia este pueblo. Al no haber cargado combustible antes de salir, me cuesta estimar si me quedará suficiente gasolina antes de llegar a la ciudad de Puerto Plata.
Por suerte, veo al borde de la carretera un pequeño cartel que dice “Se vende gasolina”. Como ocurre en muchos países de América Latina, la gasolina se almacena en grandes botellas de cerveza. Por 200 pesos dominicanos (3 €), recibo 3 litros de combustible. Un buen negocio si se tiene en cuenta que el precio en una estación convencional es de 75 pesos (1,1 €) por litro. Junto a este pequeño puesto, cuatro dominicanos han colocado una mesa para jugar dominó, un juego muy popular en el país.
Reservé una noche en El Gallo Ecolodge, un establecimiento construido en plena naturaleza. Los últimos metros se recorren por un camino de tierra lleno de baches. Llego a un lugar compuesto por varias casas de madera levantadas en medio de una vegetación exuberante. Un jardín botánico y varios estanques superpuestos que crean un sistema de cascadas completan el espacio. El Gallo Ecolodge promueve un turismo sostenible, a escala humana, en colaboración con la comunidad local. Elegí este lugar en gran parte por su ubicación. Situado a diez minutos en moto del Parque Nacional Isabel de Torres, tenía previsto ir allí para admirar la puesta de sol.
Hace algunos años había alcanzado la cima, situada a unos 800 metros de altitud, tomando el teleférico desde Puerto Plata. Esta vez, pienso llegar hasta allí con mi moto. Me advirtieron: los últimos metros de la subida son empinados y, al bajar, hay que contar con buenos frenos.
Aunque la carretera está perfectamente asfaltada, el desnivel es importante. 18:05: llego frente a una imponente barrera que me impide el acceso al parque. Un guardia situado a pocos metros me explica que el parque cierra a las 18:00 y que tendré que volver al día siguiente a partir de las 7:30. No hay posibilidad de negociar. El descenso lo hago con el cuerpo en tensión, muy consciente de que mis frenos no son precisamente los más eficaces del mercado.
© Sébastien Roux
Como consuelo, degusto en el ecolodge un sancocho, uno de los platos tradicionales de la República Dominicana. El sancocho es una sopa que suele servirse en grandes ocasiones (reuniones familiares, celebraciones). Se parece más a un guiso espeso y sabroso, compuesto por varios tipos de carne y verduras tropicales (yuca, ñame, maíz, plátano macho), condimentado con distintas especias y servido con arroz blanco.
Me explican que cada familia dominicana tiene su propia receta de sancocho. Su origen se remonta a la época colonial, con influencias de las tradiciones culinarias española, africana y taína. Para los dominicanos, el sancocho es más que un plato: es un símbolo de convivencia, identidad cultural y hospitalidad.
Al día siguiente me levanto al amanecer para admirar las primeras luces del día. Me dirijo a la entrada del Parque Nacional Isabel de Torres para intentar de nuevo mi suerte. 7:45, la reja sigue cerrada. Decido sacar el dron para sobrevolar el lugar, ya que no puedo acceder. Ni siquiera tengo tiempo de despegar cuando aparece un militar armado con una escopeta. Me indica que el parque va a abrir sus puertas, pero que no puedo sobrevolar la zona. Le hablo de mi futuro artículo para una revista francesa. Esa frase basta para que me concedan diez minutos de vuelo y poder fotografiar el monumento emblemático del lugar: una imponente estatua del Cristo Redentor, réplica de la de Río de Janeiro. El parque, que lleva el nombre de la reina Isabel de España, es famoso por su biodiversidad. Varios miradores ofrecen vistas espectaculares sobre Puerto Plata y el océano Atlántico.
© Sébastien Roux
Turismo VS Exploración
El programa del día se presenta cargado. Desde el parque, debo dirigirme a los alrededores de la ciudad de Imbert, donde tengo previsto probar dos actividades turísticas. En el camino, siguiendo una carretera que por momentos se convierte en pista de tierra, paso por el pueblo de San Marcos. De este modo evito atravesar el centro de Puerto Plata y sus posibles embotellamientos.
Mi primera parada es Country World Adventure Park. Este lugar, que ofrece numerosas actividades para turistas procedentes en su mayoría de cruceros, cuenta con ocho tirolesas que permiten abandonar por unos instantes la tierra firme y deslizarse por el aire.
Mi segunda parada, Monkeyland, se encuentra a menos de diez kilómetros. Primero visito una casa típica dominicana antes de degustar un café, un chocolate caliente e incluso mamajuana, un licor tradicional del país. La siguiente parte de la visita está dedicada a la interacción con pequeños monos originarios de Surinam. Se reparten semillas de girasol en las manos de los turistas. Los monos no tardan en subirse a nuestros brazos, cuerpos y cabezas. Algunos visitantes reciben un poco de orina en los hombros. El guía nos aclara con una sonrisa que eso da buena suerte, aún más cuando se trata de excrementos.
La mañana ya ha pasado y es momento de salir de los circuitos habituales. Tengo previsto bordear la costa siguiendo una pista que conduce a varias playas. La primera se llama Playa Teco. Este domingo al mediodía está llena de dominicanos que vienen a relajarse en familia o con amigos. El paisaje parece sacado de una postal: arena blanca y agua turquesa.
A mi derecha se encuentra la bahía de Maimón y pequeñas montañas que rodean Puerto Plata. Almuerzo en un pequeño restaurante frente al mar, con un pescado a la parrilla acompañado de tostones, rodajas de plátano verde frito. Con el estómago lleno, estoy listo para rodar durante cuatro horas por la pista hasta llegar a Luperón.
En el camino atravieso algunos pasos técnicos, como cursos de agua, pero nada complicado, incluso para mi pequeña moto. Aunque el calor es intenso, sopla un viento constante, como suele ocurrir todas las tardes en esta zona del país. Numerosos aerogeneradores se suceden hasta mi llegada a Playa René, una playa privada gestionada por un bar-restaurante. Aprovecho para hidratarme mientras contemplo las altas palmeras y las pequeñas olas rompiendo mar adentro.
Me queda una última playa antes de llegar a Luperón: Playa El Viejo Óscar. Esta playa es conocida por su belleza natural y su ambiente tranquilo. Lejos de los circuitos turísticos clásicos, ofrece un entorno auténtico que me encaja a la perfección.
Vuelvo a la carretera asfaltada al llegar a Luperón, una pequeña ciudad portuaria conocida por su bahía natural protegida, un refugio apreciado por los navegantes. Continúo hasta La Isabela. Esta vez, estoy decidido a contemplar la puesta de sol.
Me recomendaron ir a Fricolandia, un lugar privado frente al mar construido sobre rocas, con acceso directo a una playa de arena fina. Fricolandia cuenta con todas las comodidades necesarias para que los visitantes puedan relajarse y, sobre todo, consumir durante todo el día. Un sitio que encantará a los amantes de Instagram para lucirse en redes sociales, mientras que los viajeros más aventureros preferirán evitarlo.
Por la noche, pruebo otro plato típico: el mofongo. Preparado a base de plátano verde frito y machacado con ajo y aceite, suele acompañarse de chicharrón para obtener una pasta espesa y sabrosa. Un plato contundente, aromático y reconfortante. Termino la velada leyendo algunas páginas de un libro escrito por un autor de origen dominicano que triunfó en Estados Unidos: Así es como la pierdes, de Junot Díaz.
© Sébastien Roux
Un poco de historia y un contratiempo
Para comenzar el día siguiente, me dirijo al Templo de Las Américas. Este templo conmemorativo tiene una simbología particular: la primera misa católica celebrada en el continente americano tuvo lugar aquí en 1494, tras la fundación de La Isabela por Cristóbal Colón. El edificio actual fue construido en 1994 sobre las ruinas del original.
Decido continuar este viaje en el tiempo visitando el museo histórico y arqueológico de La Isabela, que abrirá sus puertas en unos minutos. Pero no todo saldrá como estaba previsto. Al pasar frente a un puesto policial, cruzo un reductor de velocidad un poco demasiado rápido. Tras el impacto, la cadena se desajusta y se sale. Imposible avanzar, y no tengo ninguna herramienta para repararla. Por suerte, el policía que está izando la bandera dominicana me indica que hay un mecánico a menos de veinte metros.
No es exactamente un taller, más bien un pequeño espacio con chatarra y herramientas. El mecánico entiende de inmediato el motivo de mi visita y se pone manos a la obra. Comprueba que la tensión de la cadena no está bien ajustada y me propone quitar dos eslabones para evitar que el problema vuelva a repetirse. Por 200 pesos (menos de 3 €), se encarga de todo mientras charla con sus amigos. Reparación hecha, puedo retomar la ruta, pero debo renunciar al museo y dirigirme directamente a Punta Rucia.
Menos concurrida que las grandes estaciones balnearias, Punta Rucia es un pueblo costero conocido principalmente por ser el punto de partida en barco hacia Cayo Arena, un pequeño islote de arena blanca rodeado de arrecifes de coral. Hace algunos años pasé allí un día inolvidable, observando tranquilamente la vida marina. Esta vez me conformo con llegar hasta Playa La Ensenada, una playa popular situada al fondo de una bahía.
Las joyas de la naturaleza
Dejo la carretera costera para adentrarme en el interior. A la entrada del pequeño pueblo de Guananico, visito al productor de Hacienda Cufa, que cultiva cacao 100 % orgánico.
© Sébastien Roux
Cirilio Cufa, uno de los nietos del fundador del lugar, me recibe y se toma el tiempo de explicarme todo el proceso de elaboración del chocolate. Insiste en un punto: Hacienda Cufa nunca utiliza productos químicos. Cirilio también se siente orgulloso de recibir cada año a estudiantes que desean formarse en una agricultura más sostenible.
Una vez terminada la visita, pongo rumbo a otra joya natural: las 27 cascadas de Damajagua. Dudo en ir, ya que este sitio es uno de los más visitados del país. Finalmente me dejo tentar. Nada más llegar, comprendo su popularidad al ver la cantidad de autobuses estacionados. Se ofrecen varias opciones; elijo la de las primeras siete cascadas. Tras una caminata de aproximación de unos 45 minutos, llegamos al primer tobogán. A pesar de ser lunes, el lugar está completamente saturado y debemos esperar varios minutos antes de avanzar. Esta interminable fila me recuerda a los atascos que hoy en día existen en la cima del Everest. La actividad me deja con sabor a poco: tres horas para deslizarse por tres toboganes naturales y terminar con un salto final.
De regreso a Cabarete, no escapo al tráfico intenso de Puerto Plata. Las motos son omnipresentes, zigzagueando entre los vehículos. No me detengo en la que es la ciudad más grande de la provincia y prefiero parar solo en Sosúa, la ciudad vecina de Cabarete. Aunque Sosúa cuenta con varias playas bonitas, es más conocida por su turismo sexual, con prostitución omnipresente en las calles. Otro motivo me lleva a detenerme aquí: el museo Mundo King, un lugar cuanto menos atípico, encaramado en una colina.
Este castillo de cinco plantas fue creado por el artista polaco Rolf Schultz a partir de 1990. El edificio es una obra de arte en sí misma, que mezcla arquitectura surrealista e inspiraciones extraterrestres. Fascinado por los ovnis, el artista dedicó su vida a crear este espacio, viviendo sin electricidad ni agua corriente hasta su fallecimiento en 2018. Hoy en día, es una familia haitiana la que habita este decorado inquietante y se encarga de fijar el precio de la visita según la cara del cliente.
Sébastien Roux
Foto de portada © Sébastien Roux
Episodio 1 – Solo soñábamos con libertad
Episodio 4 – Tesoros y dificultades de la península de Samaná
Este cuaderno de viaje fue publicado en el número 88 de Road Trip